
Un pobre granjero tenía la costumbre de acoger en su corral a todas las aves que llegaban extraviadas a su granja. Un día apareció entre sus gallinas una oca de plumas muy blancas, y el granjero le dio de comer como al resto de sus animales. A la mañana siguiente, cuando se acercó al corral para dar de comer a la oca, se quedó al corral para dar de comer a la oca, se quedó de piedra al descubrir en su nido de paja un reluciente huevo de oro macizo. El granjero comenzó a dar saltos de alegría.
- ¡Somos ricos! –exclamó, abrazándose a su mujer.
Durante meses, la oca puso un huevo de oro todos los días, y cada mañana el granjero y su esposa bendecía su buena suerte. La pareja empezó a llevar una vida de lujo y despilfarro. Comían lo que les venía en gana, se vestían con prendas muy caras y derrochaban el dinero en toda clase de caprichos.
Pero, aunque eran más ricos de lo que jamás habían soñando, nunca estaban contentos del todo.
- Con un huevo de oro al día no tenemos suficiente –se quejaba el granjero.
Entonces su mujer tuvo una idea.
- ¡Ya está! –exclamó-. ¡Si abrimos a la oca en canal, conseguiremos todos los huevos de una vez!
Así que fueron al corral en busca de la oca y la destriparon, pero en su interior no encontraron huevo alguno.
- ¡Dios mío!, ¿qué hemos hecho? –dijo la mujer del granjero, echándose a llorar.
Desde aquel día se acabaron los vestidos de seda y los cubiertos de plata. Como habían derrochado todo su dinero, los granjeros volvieron a pasar penalidades. Y todas las mañanas, al levantarse, se les oía suspirar:
- ¡Ay, si no hubiésemos matada a la oca de los huevos de oro!
Quien todo lo quiere, todo lo pierde.